“Las actividades contaminantes no existen. Existen las buenas y las malas prácticas”.
La pandemia del Covid-19 dividió al mundo: salud o economía aparecieron como dos objetivos disímiles por los que había que tomar partido. Los gobiernos que se proclamaron a favor de cuidar la salud de las personas son cuestionados por desatender las variables económicas con cuarentenas muy estrictas y prolongadas, con consecuencias irreparables que solo traerán más pobreza, mientras que los otros son señalados por priorizar la economía y preferir no frenar las actividades productivas y comerciales a pesar del irremediable avance del virus, y por eso hoy lamentan una gran cantidad de víctimas que lejos de cesar, aumenta.
El debate está abierto, aunque no es nuevo. El Covid-19 solo lo puso en evidencia pero ya se hablaba en el mundo de dos posturas que se presentan como irreconciliables y de algún modo están relacionadas con lo que se agrupa como “la economía” y los que se entiende como vinculado a “la salud”: ante el crecimiento o desarrollo de las actividades productivas se confronta con las relacionadas con el medio ambiente, que castiga toda visión de lo natural o lo humano como mero recurso. Y puede que sea una mirada necesaria, que se debe atender. Pero no hay manera de explicar la civilización sin entender esa intrínseca relación entre lo que es dado por la tierra y su aprovechamiento y el valor de uso que le asignamos para la vida tal como la conocemos.
Todos los trabajos se basan en dos industrias: la agricultura y la minería. Toda cosa tangible que cualquier sociedad requiere proviene del suelo. Ni siquiera hoy los ambientalistas podrían llevar adelante su trabajo sin el producto elaborado por agricultores y mineros. No habría economía. Ni tampoco salud, porque en definitiva es imposible separar ni priorizar esos dos aspectos de la vida tal y como la conocemos. Los habitantes de este mundo necesitamos alimentos y necesitamos minerales simplemente porque necesitamos vestirnos, trabajar, movernos, descansar… comunicarnos. No obstante, y a contramano de lo que suponen las corrientes que prefieren oponer el cuidado del ambiente al desarrollo, esta perspectiva no impide de ninguna manera la crítica con respecto a la industria. Al contrario, la promueve, pero no por eso la prohíbe. ¿Es posible llevar a tal extremo una crítica sobre determinados procedimientos industriales? ¿No hay alternativa que combine ambos aspectos y permita pensar en un desarrollo verdaderamente sustentable en el tiempo y que preserve recursos para las generaciones futuras?
Todas las industrias han sufrido un cambio de paradigma respecto a su relación con el ambiente en los últimos 30 años y la minería no solo no es la excepción, sino que ha sido líder. Los protocolos, los reglamentos, las prácticas -que muchas de ellas se han visto reflejadas en legislaciones y hasta en tratados internacionales- regulan la relación de la minería con el ambiente y determinan los aspectos de dónde y cómo debe desarrollarse. Los químicos usados por la minería son los mismos que se usan en muchos otros sectores, incluyendo la industria alimenticia y la farmacéutica. El mismo cianuro, al que podríamos dedicarle un capítulo aparte, es un reactivo químico mucho más fácil de manipular y controlar que otros usados masivamente.
En efecto, la minería –ubicada conceptualmente del lado de lo que se entiende como desarrollo económico- es inseparable del medio ambiente porque ante todo, los mineros son los primeros ambientalistas. Primero, porque están obligados por la Legislación nacional; segundo, porque los capitales que se invierten están obligados al control inherente; y tercero, porque son ellos mismos los que están en las minas, los que allí viven, los que allí tienen a sus familias, los que toman el agua de la mina, de hecho una parte importante de la masa laboral de los yacimientos en el interior del país está compuesta por pobladores oriundos de las localidades aledañas a los proyectos, que justamente no precisan emigrar a las grandes ciudades para alcanzar un desarrollo profesional y económico. Cuarto, porque son los mineros los que cuentan con un conocimiento exhaustivo del área en la que pretenden trabajar: la recorrieron, la analizaron y la evaluaron.
Por caso, un geólogo no solamente conoce cómo, cuándo y por qué se formaron las rocas, sino que sabe perfectamente que todo objeto analizable es parte de un ecosistema y que cualquier movimiento supone consecuencias inexorables. Y también sabe que es casi imposible que eso no suceda. Todo se transforma; si no es de la mano del hombre, puede que sea otro ser vivo, tal vez el viento, la lluvia o el calor del sol. Es por eso que su objeto de estudio no es solo la tierra sino además todo lo que está vinculado a ella y la interviene: la atmósfera, el agua, el aire.
Las discusiones de minería sí o no o contaminación sí o no son propias del siglo XX. En este siglo las actividades contaminantes no existen, sino que existen las tecnologías contaminantes o no. Existan las buenas y las malas prácticas.
El freno forzado que impuso la emergencia sanitaria del Covid-19 evidenció muchas cosas que no son nuevas ni desconocidas. La desigualdad en la que está sumergida la humanidad es una de esas cosas y es fundamental. Pero también evidenció que no es imposible hoy reducir las emisiones, hacer algo que sí sea sustancioso para revertir algo del daño hecho al medio ambiente. ¿Solo es posible en los tiempos anormales que impone una pandemia? Para nada. Solo hace falta revisar los hábitos de consumo: los usos y abusos, y no tanto los orígenes de las cosas.